domingo, 27 de septiembre de 2009

Perdedor

El verano se acababa, pese a estar al otro lado de la ventana notaba el frio de la calle.

Hacía una semana que había dejado de ir en calzoncillos por la casa, llevaba puesta su vieja bata de cuadros azules y se la acomodó al recorrerle por la espalda un tremendo escalofrió. El maldito cordón había desaparecido.



Fuera, la basura de los contenedores inundaba con su perfume todo el barrio y los jodidos chavales habían vuelto a reventar varias farolas, dejando tuerta la manzana.El lugar había tenido momentos mejores, seguro, no es difícil cuando algo se asemeja tanto al infierno.



Se dio la vuelta y llego hasta en frente de su viejo sillón de descastada tela negra, ya estaba allí cuando alquilo el piso hace 6 años y ya era viejo entonces, se dejo caer como muerto sobre él y todos los muelles rechinaron del esfuerzo.

Al poner los pies en la mesilla cayeron al suelo varias latas de cerveza acompañadas de un sinfín de cartas, facturas. Todo junto al caer sonó a desesperación contra la moqueta.



El salón era una habitación oscura y el desorden poblaba cada uno de sus rincones, pero no un desorden de locura, de ataque de ira y mañana recojo, era un desorden aposentado, con polvo en su superficie.



El tenía casi 50 años, corpulento y de rasgos duros había sido atractivo en el pasado. Ahora la sombra de lo que fue una mano vigorosa sostenía una lata medio vacía y caliente colgando a un lado del sillón.



¿Cuando había sucedido?¿Cuando dejaron los niños de jugar a la pelota por meterse un pelotazo?¿cuándo cambiaron dar patadas a montones de hojas secas en otoño por meter palizas e incendiar indigentes en cajeros?¿qué cojones pasaba?.



Nunca quiso darse cuenta, era de otra época y con los años todo se le fue haciendo cada vez mas grande.Nunca se caso ni tuvo hijos, los sentimientos eran otra de las tantas cosas que nunca llegó a entender del todo.Nunca se imagino sin trabajo a esa edad y descubrió en su pellejo que la experiencia había dejado de ser un grado.



La morbosa soledad le asfixiaba con una bolsa de plástico en la cabeza.



Ahora, tras la octava lata de caldo de cerveza lo ve mas claro, se levanta y va al baño, abre el grifo del agua caliente; echó con el bate en la mano a los últimos que vinieron a quitarle el contador, y pone el tapón; se pone a mear -ya podía ser todo lo bueno gratis- piensa. Cuando termina cierra el grifo, el agua no está muy caliente pero valdrá, se lava la cara, nada le quita ya la máscara de perdedor. De la estantería de detrás del espejo coge una cuchilla de afeitar y se corta las venas de la muñeca izquierda, varios cortes en la dirección del brazo, no quiere que nadie le salve.



Una semana después el olor de su cadáver hace que los vecinos se quejen y los bomberos lo encuentran sentado en el retrete, pero esa es ya otra historia.

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