lunes, 24 de enero de 2011

Cuento de autobús


Aquel llanto hizo mella en aquel hombre.

Se pregunto, se pregunto si el podría llorar alguna vez así, desconsolado, con toda su esperanza desvanecida, desbordado de temores, rodeado de oscuros miedos y movimientos de sombras desconocidas.

Era llanto puro, sin razonamiento, pura amargura, pura como la inocencia de un bebé, limpio llanto, llanto sin prejuicio, llanto sin censura.

-¿Dónde quedó mi último llanto así?- se preguntaba el hombre, pero no lo recordaba-¿Lloraré así aun una última vez en mi vida?-. Sintió envidia, al saber perdido aquel privilegio de un tiempo que no recordaba haber vivido.

Ser libre para llorar, para descargar aquel alma que intoxicada del "qué pensarán" ya no grita, ya, a veces, ni siquiera habla.

Un alma que no se atreve a ser, a existir, un hacerse pequeño y no molestar, no sentir, no amar, no contradecir, no romper con lo esperado, no luchar, no pensar, no decir, no bailar, no cantar, no saltar, no, no , no, nada... no ¿porqué?. No llorar, ni de rabia.

Dos densas lágrimas asomaron en el rostro del hombre. Lentas pesadas, anquilosadas, extrañas, extrañadas.

Agotado el bebé calla y duerme, el llanto le vacía, le equilibra, le amansa y le reconforta, su esperanza de que haya servido para algo aun se mantiene intacta, olvidará que lloró y llorará con furia mas días. Hasta que empiece a recordar.

El hombre sorbe sus lágrimas, saborea su rabia, su amargura y su impotencia aderezadas con sal.

El hombre sonríe, el hombre duerme.

Fin.